Cuando una materia hay pocos que conozcan sus detalles, mío. Cuando para hacerlo se necesitan leyes, reglamentos, procedimientos enrevesados y multitud de informes por si las cosas se tuercen, mío. Y es que en materia de contratación pública, somos gato escaldado. Por los abusos del pasado, en forma de corruptelas o corrupciones a personas, partidos e instituciones, y por los abusos del presente, en forma de gincanas, precios por debajo de coste, pujas desiertas y adjudicaciones impugnadas..
El resultado de este escenario nos ha llevado a ser, en 2022, el estado con más pujas desiertas –más de siete mil– de Europa, por valor de 5.000 millones de euros, que se suman a las de una serie de años en los que contratar con la administración se ha convertido en trágico. Tanto, que muchas empresas ya no consideran trabajar, si pueden evitarlo, mientras otras lo siguen haciendo por un efecto de bola de nieve que no pueden parar y que tiene su origen al haber aceptado, algunas, presentar ofertas fuera de mercado para llevarse concursos y poder seguir trabajando presentando a los bancos una cartera de obras y de ingresos que les dejaran continuar con acceso a pólizas y préstamos, aunque no ganaran dinero o incluso perdieran. Esta dinámica, por un efecto espejo, ha provocado la paradoja de una administración que sabe que puja a precios de derribo cuando pretende levantar una obra y de unos licitadores que se canibalizan unos a otros para luchar por los muelles de uno pan bien seco.
Contrariamente a lo que algunos afirman, concursar en el sector público –por servicios, suministros, obras o proyectos– no es un negocio. Tiene unos márgenes, cuando los tiene, muy apretados. Tanto, que existen empresas del sector que, facturando cientos de millones, presentan resultados con ganancias –si lo son– de unos pocos millones que a veces se cuentan con los dedos de una mano. Éste es el panorama en el Estado, y por eso resisten los más grandes, los más endeudados –too big to fail–, en detrimento, no sólo de los más pequeños –empresas medianas y pequeñas–, sino, y sobre todo, de mejores sueldos para captar mejor talento, vocaciones para estudiar sus profesiones y capacidad inversora en innovación y desarrollo..
La administración sabe que puja a precios de derribo cuando pretende levantar una obra y los licitadores se canibalizan unos a otros
Ya hace tiempo que las empresas alertan de esta realidad, mientras los gestores públicos más empáticos –a menudo los que saben lo que es el mundo privado– aceptan que tienen –al menos– parte de razón y otros se agarran a la idea de que , mientras haya un licitante, es que ese servicio se puede dar. En general, hay pánico a decidir –pese a que por eso están ahí– valorando cuestiones ajenas al precio, porque ya se sabe que emitir juicios de valor sobre calidad de las ofertas puede acarrear muchos quebraderos de cabeza. No es culpa suya, es culpa de los corruptos, corrompidos y corruptores. Y de una ley del péndulo que ha manejado de un extremo a otro..
Hoy, en el Estado, concursar no es fácil, y los datos desmienten cualquier opinión complaciente. La nueva ley de contratos del sector público ralentiza las decisiones, la posibilidad de recurrir pujas de forma gratuita colapsa organismos creados para aliviar y asegurar transparencia en los procedimientos, los precios no son los del coste y quien paga sus consecuencias, como siempre , es el ciudadano, que alucina recordando a aquel alcalde que puso hace un montón de años la primera piedra de un paseo, de una escuela o de un ambulatorio que no se han hecho, que se han dejado a medio hacer o que aún están por terminar.
¿Qué podemos pensar de cómo vamos como sociedad si para realizar un expediente de compra pública innovadora se necesitan casi dos años o si se nos dice que nuestro ayuntamiento ha ejecutado, en cuatro años, el 6% de su presupuesto de inversiones? ¿Qué puedo decir yo, que dejé un concurso de asfaltado de la autopista a su paso por Badalona adjudicado antes de plegar, hace ya más de dos años, y todavía no ha empezado? Pues que no vamos bien, que nos hemos atado de pies y manos y que pretendemos tener duros a cuatro pesetas (un euro por cincuenta céntimos).
El papel lo aguanta todo, pero la realidad, podemos verlo, es tozuda. Y la mejor decisión para el país entero sería rehacer la ley y, sobre todo, pujar a precios que abrieran la competencia, no de los muelles, sino del pan, con unos márgenes que fueran atados, en parte, a la reinversión en mejores sueldos, más innovación y mejores servicios.
Ferran Falcó, presidente de la asociación Restarting Badalona