Ecoansiedad y turismo ambiental en Glasgow

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¿De qué sirve –lo leía en un reportaje de Andy Robinson en La Vanguardia– que en 20 años se hayan instalado energías renovables que podrían abastecer a un territorio como el de Rusia si en el mismo periodo hemos aumentado –debido al crecimiento de la población y del PIB mundial – seis veces más la demanda energética?

Estos días en Glasgow se han reunido un montón de dirigentes de los gobiernos del mundo –salvo los presidentes de Rusia y China– para seguir explicando que el planeta se hunde y que haremos algunas cosas para evitar que sea pronto. O eso dicen. Porque si miramos la hemeroteca, cada cita del ‘turismo ambiental’ es una sucesión de compromisos inalcanzables o hechos en ausencia de los players clave para que puedan ser realidad.

Este mismo año, por ejemplo, han llegado a un acuerdo para disminuir un 30% las emisiones de metano –responsable del 25% del aumento de la temperatura global– en ausencia de los tres países que más emiten: otra vez China y Rusia, además de la India.

Particularmente, todo esto me parece un despropósito. El otro día, viendo el documental Eating our way to extinction, disponible en YouTube y ganador del último Festival de Cine Ambiental SUNCINE, toda esa perplejidad que siento se ponía aún más en evidencia. No quiero hacer spoilers, pero recomiendo una visión crítica. Quizás no todo lo que se dice es cierto. Seguro que se obvia el papel de muchas empresas de determinados sectores que están haciendo y logrando logros relevantes en la reducción de su huella ambiental. Incluso es posible que algún lobby haya podido tener interés en poner más pan que queso en según qué datos que se expresan. Pero es un documental que no pone de buen humor. Cuando estos días algunos burlaban de los jóvenes que sufrían ecoansiedad, yo les daba la razón. En materia ambiental, nuestro planeta va patas arriba, y cuanto más lees y más quieres conocer, peor te sientes.

En toda la comunicación de asuntos tan delicados, yo encuentro tres errores tradicionales, sistémicos: el primero, que el mundo ecologista no ha sabido explicar sus argumentos de forma empática. Creer –como hacen algunos– que puedes sumar una mayoría a una causa cuando le planteas escenarios apocalípticos llamando a la redención, le pones las manos en el bolsillo –cada vez más vacía– con nueva fiscalidad (peajes de entrada en Barcelona) o le explicas –lo ha hecho Barcelona esta semana– cuántas emisiones de CO2 emite para comer carne –como si la proteína vegetal no estuviera envasada o no llevas química– no parece la mejor de las ideas.

La causa de la sostenibilidad del planeta no puede ser patrimonio de ningún sesgo ideológico

Tradicionalmente, el ecologismo se acompaña de lecciones morales o carga los barquillos contra sectores económicos donde trabaja mano de obra que, si se cumpliera lo que algunos ecologistas piden, perdería el trabajo y, por tanto, se siente agredida cuando se le dice que es “responsable” de los males del planeta.

El segundo de los errores ha sido de la política, que demasiadas veces obliga a los ciudadanos a hacerse cargo de toda una serie de costes y prácticas que en el fondo no sirven para nada más que sea para distraernos de las decisiones inaplazables y más críticas. “No utilice pajitas de un solo uso”, nos dicen, mientras ahora hemos sabido que la contaminación de los microplásticos en los océanos se debe, en más de un 80%, a los residuos plásticos que tiran las extracciones pesqueras masivas protegidas –by the way– por los estados.

El tercero es el de no reconocer de manera más efusiva a las empresas que hacen los deberes, que hay muchas y en muchos países. También del sector de la proteína animal, por cierto.

Debemos realizar muchos cambios, de actitud y de hábitos. El calentamiento global y la superpoblación son algo que, queramos o no, empujan a la sociedad hacia los básicos. Y esto no debe ser necesariamente malo. Entre algunos amigos, cuando hablábamos del país que queríamos, decíamos hace años que queríamos construir una sociedad de lo “mejor y mejor”, y no del “más y más”.

La industria no puede producirse con obsolescencia programada. Los productos deben durar. La ropa no puede comprarse tan barata ni puede ser de tan poca calidad. No se puede tomar un avión cada fin de semana por capricho. No podemos pretender comer productos del otro lado del mundo como si los hubiéramos producido junto a casa. Y no podemos hacérnoslo llevar todo –incluso lo más insignificante– en casa. Y esto no es “decrecer”, es consumir con sentido común y con proximidad, y recuperar la producción industrial que nunca deberíamos haber perdido. ¿Recordáis que con la pandemia nos dimos cuenta de que ya no nos hacíamos ni los respiradores de los hospitales? Pues eso.

Por último, la causa de la sostenibilidad del planeta no puede ser patrimonio de ningún sesgo ideológico. Y el mayor error es no llegar a un consenso sobre cómo cambiar de modelo económico sin caer en la ruina ni cargarnos de una vez por todas lo único que nos pertenece a todos.

Ferran Falcó, miembro de la asociación Restarting Badalona