Permítanme un artículo que no regalará ninguna oreja. Estoy preocupado. Incluso diría que estoy enojado. Está claro que estos sentimientos no me afloran ni todos los días ni de forma permanente. Son un poso, una gota –malaya– que va haciendo agujero y que, pese a que no ha conseguido que vote un extremo, que deje de votar o me vaya a una manifestación como los ciudadanos de Sri Lanka, va minando los cimientos de una forma de vivir y de ver a la comunidad y la sociedad.
Pido disculpas, de entrada. Y también quiero aclarar que este sentimiento, decepcionado, no me impide hacer cosas, vivir y disfrutar de la gente y de los entornos en los que me siento cómodo.
Todo va bien hasta que reviso el tiempo que llevamos en crisis –ambiental y económica–, y me remueve el alma ver que todo esto que nos pasa, y que nos pasará, hace años que dura. Que llevamos 15 años aguantando mecha, con la crisis económica, y que no estamos mejor, sino peor. Que llevamos 30 años advirtiendo de la degradación del clima, y que no estamos mejor. Y que todo lo que decíamos en los años felices sobre si dejaríamos un mundo mejor a nuestros hijos era mentira. Que no. Que no lo haremos. Que dejaremos un pitafio de mundo. Vivimos una guerra que son muchas. Sufrimos una inflación y un empobrecimiento general. Hay tensiones demográficas. El clima está hecho una mierda. El agua es insuficiente. Mientras India, Rusia o China hacen animaladas con sus políticas industriales, nosotros hacemos el pardillo reciclando o separando, comprando con bolsa de ropa y dejando los coches en casa para contribuir no sabemos exactamente a qué. Viendo cómo evoluciona todo, te cuestionas si ninguna política ha tenido impacto, si ninguna decisión personal ha servido de algo o si todo era un postureo de casa del ancho.
Ahora resulta que la guerra de Ucrania volverá a retrasar la transición energética, abriremos de nuevo las minas de carbón y consideraremos verdes la energía nuclear y el gas. Como si el clima fuera un objeto o un juguete que podemos sacar a pasear cuando no tenemos nada más importante que hacer.
El primer mal del mundo es climático, y puede llevarse a todos los gobiernos y al orden mundial por delante. Hay un “pecado” común, que es la avaricia, que empapa todo lo que pasa y lo que hace que vayamos mal. Además de la avaricia, existe un egoísmo que nos mata como comunidad. Y existe un segundo mal, que es la estructural crisis económica y de modelo social, que explotará por la inflación y la imposibilidad de tomar decisiones globales para frenarla.
En el mientras tanto, en este momento grave, la gente aguanta mecha, observa y se apunta a los extremos o sufre sin compartir demasiado sus miedos. También ve, impotente, cómo las actitudes avares y egoístas ganan la partida. Y cómo pierde todo el mundo que procura hacer y vivir teniendo en cuenta las amenazas que se ciernen sobre la humanidad. Ocurre lo que describe magistralmente la película donde Leonardo DiCaprio se da cuenta de que todo es un circo de intereses y de frivolidad, en Don’t Look Up.
La gente aguanta mecha, pero ve que hay compañías energéticas –grandes, muy grandes– que aprovechan los altos precios de la energía para despejar embalses y cobrar cara la energía que para ellos es más barata de producir.
Aguantamos mecha, pero no hay más cera de la que arde. La inflación es el último de los preludios
La gente aguanta mecha mientras ve y debe callar ante todos los que defienden sólo sus intereses corporativos, decorados en proclamas que son chantaje.
La gente aguanta mecha y ve que hay instituciones y organizaciones que amplían los privilegios de sus trabajadores mientras en otros sectores y oficios se pierden para poder ir manteniéndolos.
La gente aguanta mecha mientras ve que las empresas globales no tributan de forma justa.
La gente aguanta mecha mientras las gasolineras se quedan los céntimos que eran para nosotros gracias a la rebaja impuesta por el gobierno español.
Aguantar mecha no es lo previsto, por supuesto. Y aguantamos mecha para no terminarlo rompiendo todo, mientras vemos que todo se rompe. El mundo no va. Y no podemos cambiar el mundo. Así es de simple. Y es verdad que los que tenemos 50 y más años hemos vivido diferentes crisis y hemos visto cómo todo iba a mejor, pero también hace muchos años que vemos –los que queremos verlo– que vivimos en un polvorín o en un castillo de naipes que no sabemos cuánto tiempo más quedará de pie.
Me preocupa el clima, la inflación, el desequilibrio demográfico, la extrema debilidad de la democracia liberal, la Unión que no lo es, los políticos que no quieren entenderse por pura táctica del corto plazo, las compañías que no se sustentan en nada tangible, las administraciones atrincheradas en la burocracia o el endeudamiento bestial que ya no pagaremos nunca y que nos maneja cojos y la manera infantil como siguen explicando que haremos tantas y tantas cosas que no haremos.
Aguantamos mecha ante quienes aún no han decidido salvar a la humanidad de sí misma. No podemos seguir explicando a la gente que las cosas irán mejor y que será así sin esfuerzo alguno de nadie, ni de los gobiernos, para hacerlo posible. No puede ser que no encontremos gente para trabajar pintando una carretera porque mucha gente vive bien sin trabajar o porque somos un país garantista donde la “titulitis” y el proteccionismo mal entendido frenan el aprendizaje que se hace por la práctica. No puede que queramos una mejor sanidad y no seamos capaces de producir más médicos. No puede que tengamos que consumir productos de más cerca pero no encontramos quien quiera trabajar la tierra. No puede ser que una pandemia nos haga descubrir que, por no hacer, no hacemos ni los respiradores de los hospitales.
Aguantamos mecha, pero no hay más cera de la que arde. La inflación es el último de los preludios. Debemos volver atrás para poder volver a ir adelante.
Ferran Falcó, miembro de la asociación Restarting Badalona