Hace pocas semanas, el gobierno del Estado aprobó la tramitación del anteproyecto de ley de transparencia e integridad en las actividades de los grupos de interés. Si has llegado a leer las dos primeras líneas de este artículo, te animo a continuar para tratar de saber qué se esconde detrás de ese enunciado tan barroco.
Lo que pretende la norma es abordar las relaciones entre quienes se sienten interpelados por cualquier tramitación normativa y quienes la redactan. Es muy común, en democracia, que estas relaciones se produzcan y que, de forma regular, la sociedad civil interpele y se relacione con lo que llamamos “regulador”. La primera conclusión a la que deberíamos llegar es que esta relación es sana, mejor que la que (no) existe en los regímenes autocráticos o dictatoriales, y que, por tanto, normalizar, y regular si procede, esta práctica fortalece la democracia y las instituciones.
Digo esto porque, demasiadas veces, existe la tentación de interpretar a los titulares buscando tres pies al gato, pensando que todo ello hay que hacerlo porque esta práctica no es moral ni ética, cuando precisamente es todo lo contrario. Una sociedad madura se escucha, acuerda y pacta. Esto es la democracia. Y este anteproyecto de ley, que ya existe en otros países europeos pero también en Cataluña, pretende normalizar y hacer más transparente el legítimo interés de las empresas y de otras organizaciones hacia quien hace las normas.
Lo que en el anglicismo son los public affairs son, traducidas, las cuestiones que de manera directa, a través de las regulaciones, necesitan el diálogo entre las partes que las proponen y las que tendrán que cumplirlas.
La diplomacia pública, que es la expresión que a mí me gusta más utilizar, genera confianza, y cualquier norma que la promueva, y no que la limite, debe ser bien recibida. Para entendernos, que las empresas que operan en el sector de las gasolineras quieran estar al caso de los requerimientos y de la temporalidad con la que el regulador querrá instalar puntos de recarga eléctrica, y explicarse y aportar su punto de vista, es bueno. Es cierto que en las tramitaciones de leyes, y de cualquier norma, existe la posibilidad de comparecer –si te requieren– o de escribir alegaciones para que se puedan tener en cuenta. Pero además de estas herramientas, es normal y sano que pueda haber reuniones en las que las partes hablen. Que esto se conozca, por parte de todos los que se involucran –a favor o en contra– en la discusión pública de la norma, es bueno.
Se impide de forma tacaña cualquier puente o pasarela a la vida privada de los que han sido servidores públicos
Cabe decir que la futura norma española, que prevé crear un registro de quienes quieran relacionarse con la administración o con el legislador, hace exentas aquellas organizaciones a las que la Constitución las ampara en su acción, como son los partidos, los sindicatos y patronales, o los colegios profesionales y las organizaciones que son del sector público o que operan internacionalmente. De hecho, la norma, expresada así, les otorga un papel de correa de transmisión que en muchos casos podría complementar el trabajo que realizan los grupos de interés tal y como la ley los define, pero con la particularidad que pueda afectar a empresas y organizaciones sectoriales que necesiten defender un interés legítimo y corporativo o individual.
Y ahora vamos al tuétano de lo que querría transmitir en estas líneas. Se ha escrito y publicado que las empresas que hacen public affairs suelen contratar o contar con personas que han estado vinculadas a la gestión pública o que han sido representantes. Cierto. Y de hecho, el valor que aportan las personas que pueden entender y empatizar con quienes deben pensar en el bien colectivo es grande. Los límites, formas y forma de aproximarse a las cuestiones que se pretenden regular son diferentes si el track record de las partes tiene en cuenta que, por encima de todo, el interés del regulador es el bien común. El proyecto de ley –la ley siempre es dura con quien ha hecho política, algo que como país deberíamos hacernos mirar– limita la posibilidad de que un “político” dé el salto a una compañía de public affairs a la condición de que hayan pasado dos años desde su cese, ampliando las incompatibilidades que ya tiene con empresas del sector con quien haya tenido contacto.
En este caso, el legislador, en España y en Catalunya, es muy riguroso para impedir cualquier puente o pasarela a la vida privada de los que han sido servidores públicos, pero lo hace de forma tacaña e incluso injusta. Porque si lo hiciera tal y como yo creo que debería hacerlo, pagaría los dos años de lo que cesa ya quien prohíbe que trabaje por ninguna empresa con quien haya tenido algún contacto directo en el ejercicio de su función.
Esta posibilidad, que es remunerar una indemnización que llevara aparejada una incompatibilidad, es difícil de resolver, porque en el oficio de la política, al contrario de lo que ocurre en todo lo demás, pisar la manguera de lo que has tenido al lado es práctica tan lamentable como habitual. Por eso, y por otras muchas razones, dedicarse es tan desincentivador para tanta gente y, también por eso, cuando se afirma que al final “a la política sólo se podrán dedicar los funcionarios y los millonarios” , se llama una gracia que duele mucho, más de lo que imaginamos, a la democracia.
Ferran Falcó, presidente de la asociación Restarting Badalona