“Forma parte de una buena educación saber en qué ocasiones es necesario ser maleducado”. Lo dice Joan Fuster en su libro de Consejos, proverbios e insolencias recién reeditado. Los aforismos, al menos los buenos, no son ocurrencias más o menos graciosas como si se tratara de un tuit. Son, según Jordi Muñoz en el prólogo del libro, “cuidadas destilaciones de reflexiones de fondo”.
No es ninguna advertencia sobre las palabras que siguen, aunque no por falta de ganas. Hoy en día tienes que tener más cuidado que nunca con lo que dices, ya que a poco que seas directo, incisivo o radical saldrá algún ofendido defensor de alguna causa o ideología, sea individual u organizado en grupo. Diría que hay colectivos que se han organizado precisamente para vehicular con mayor fuerza su condición de persona ofendida. Saltan a la mínima.
En las reuniones del Ampa de la escuela (pública), había un padre que cada vez que alguien pronunciaba la palabra “competencia” saltaba alarmado para advertirnos del desastre que sería inculcarles un miligramo de espíritu competitivo. Cuando la dirección de la escuela decidió aplicar, de forma muy quirúrgica, la metodología de las agrupaciones flexibles de alumnos, el drama estuvo servido bajo la grave sentencia: ¡segregación! Poco a poco volvió la calma, los maestros hicieron su trabajo y los puristas igualitarios lo dejaron correr.
Todos tenemos alguna sensibilidad mal ajustada que nos hace ser propensos a la ofensa en ciertos aspectos. Confieso que me hacen poca gracia las burlas al colectivo boomer que vienen generalmente de los millennials, pero trato de encajarlas con deportividad, y en todo caso devolvérselas. Lo que en este caso es bastante fácil: tienen las de perder, pobrecitos.
Pero con quien tengo más ganas últimamente de ser maleducado, sólo un poco, es con los entendidos que todo lo saben y los dogmáticos disfrazados de intelectuales, periodistas o políticos. Como algunos que se han puesto de acuerdo para atacar la idea de la meritocracia sin salvar ninguna virtud. Parece ser el origen de todos los males y el principal cómplice de Satán, es decir el capitalismo. Quizás prefieren lo contrario: nepotismo.
Hay colectivos que se han organizado precisamente para vehicular con mayor fuerza su condición de persona ofendida
Michael Sandel, reconocido profesor de Harvard, ha escrito el libro La tiranía de la meritocracia, pero no niega la bondad del concepto sino que analiza los dos problemas de su implantación real. Lo primero y quizás más importante es la falta de igualdad de oportunidades debido al desigual acceso a la educación. El segundo es la actitud frente al éxito, que genera arrogancia entre los ganadores y humillación a los que se quedan atrás: ganadores y perdedores.
Sandel defiende seguir animando a sus hijos a esforzarse, a estudiar ya trabajar fuerte para progresar como personas, y no sólo para ganar mucho dinero. Y a enseñarles que, si tienen éxito, no habrá sido sólo mérito individual, sino de toda la comunidad, con la que estarán en deuda: tendrán que devolverla con sentido de gratitud y humildad contribuyendo al bien común. También propone establecer políticas tributarias para reconocer las contribuciones valiosas a la economía y, por el contrario, grabar las especulativas.
No me parece una enmienda a la totalidad, sino más bien una crítica con propuestas de mejora.
También me dan ganas de ofender a los que utilizan la expresión “salir de la zona de confort” a diestro y siniestro. Con lo que cuesta llegar y tan bien que se está… ¡Pesados! Lo dicen para motivarte, pero olvidan que nada peor que un corto motivado.
Ofensas, todas ellas, de pan mojado con aceite. Las de verdad están recogidas en el código penal y puedes acabar en el trullo o en el exilio. Todos conocemos ejemplos recientes.
Ya hemos dicho al principio que es necesario elegir muy bien cuando se puede ser ofensivo. Y si tenemos ganas muy a menudo, volvemos a Fuster ya sus aforismos: “No se irriten: resulta antihigiénico”.
Martí Casamajó, miembro de la asociación Restarting Badalona