Hace un año compré las entradas para poder ver a Joan Manuel Serrat. O Joan Manel. O simplemente Serrat. En mi casa, mi padre había comprado algún casete y me enganché, no escuchando sus canciones de los inicios y en catalán, sino las del disco de 1983, Cada loco con su tema. Me emocionaba Sinceramente tuyo, que escuchaba en la habitación que compartía con mi hermano. Y me divertía Cada loco con su tema.
Fue con el disco de 1984, Serrat directo, que me enganché al artista. Para mí es el mejor disco en directo que se ha hecho nunca en lengua castellana, si bien había también algunas canciones en catalán.
Que un convergente, que yo lo era, fuese un fan de Serrat no acababa de ligar con las etiquetas que todos nos vamos poniendo en función de nuestras ideas. De hecho, en ese momento, y hablando de ellos con según quién, era incluso motivo de comentario.
Parecía, y todavía lo parecería hoy, que si eras de una cuerda política –y yo era tan fan de Serrat como de Jordi Pujol–, tenías que ligar más con Lluís Llach, con los esplais de parroquia, la enciclopedia catalana y el diario Avui, y que si eras más progresista, federalista o socialista, Serrat, El Periódico o El País y los esplais aconfesionales debían ser las etiquetas que debían definirte. Y en algunas casas, si te reconocías en un cantante no podías hacerlo en el otro.
Para algunos, Serrat no era quien había renunciado a cantar en Eurovisión si no podía hacerlo en catalán, sino quien había abandonado el catalán por el castellano para ampliar su carrera, y yo nunca había compartido esa idea. Para mí, que un catalán pudiera cantar en mi lengua y en la castellana, en todo el mundo, llevaría mi lengua a escenarios más grandes y, por tanto, había que sumar esta realidad a los activos, y no a los pasivos, de los que queremos una lengua catalana fuerte.
Si mi padre me enseñó algo, fue a huir de los dogmas. Y de las etiquetas. A procurar no juzgar a nadie ni creer que yo estaba en el bando de los buenos, y el resto no. Que fuera muy convergente, pero me gustara Serrat, tratando de leer de todo y no me conformara con la versión de que dieran “los míos” ha sido algo que me ha acompañado toda la vida. También hoy.
Me gusta Serrat, me gusta Llach y me gusta todo lo que sea huir de las convenciones que mueven según qué mentalidades
Me gustaba Serrat, incluso cuando se pronunciaba a favor de los socialistas. Primero porque siempre entendí que de esto iba Catalunya, y después porque el tiempo me había demostrado que mucha, mucha gente de ese país cayó hacia un lado (el PSC) o el otro (CDC) dependiendo de quién hubiera ido a escuchar primero, y con quién. Está claro que, después, la política y los partidos marcaron con mucha claridad las diferencias entre ambos, pero sí que es cierto que, para un novato de la democracia, ser catalanista y progresista podía hacerte de un partido o de el otro, cuando empezaban a andar en aquellos años constituyentes.
Me gusta Serrat, en definitiva, porque lo considero un artista extraordinario, que no sólo canta cómo debería ser el mundo, sino que trata de hacer algo. Fue un gran regalo, por ejemplo, que mi amigo Òscar Camps me dijera de compartir cena con otros tres grandes personajes (y sobre todo personas) cuando recibió la medalla que le otorgó el Parlament de Catalunya en reconocimiento de su causa en el Mediterráneo.
Cuando se publique este artículo estaré a punto de vivir su último concierto en Barcelona. Me hace muchísima ilusión ir, darle las gracias por tanta buena música y demostrar (aunque sea a mí mismo) que somos un país que rompe las etiquetas de lo que se supone que confirma que somos de una manera o por otra. A mí me gusta él, me gusta Llach y me gusta todo lo que sea huir de las convenciones que mueven según qué mentalidades. Antes lo hacían con etiquetas y ahora lo hacen con algoritmos. Romper sus conjeturas es un objetivo que define una mentalidad liberal.
De hecho, el tiempo ha ido poniendo cosas que creía firmemente en vilo o definitivamente me las ha desmentido. Y por el contrario, ideas que pensaba que no eran buenas se han demostrado mejores que las mías. Están los algoritmos que te llevan allá donde creen que estarás más a gusto, pero la vida, más lentamente, hace el mismo trabajo.
Si me permiten un deseo para 2023, sería que todos nosotros seamos capaces de ver y actuar de acuerdo con una única certeza: no vale la pena creernos que tenemos razón ni seguir las convenciones que nos dicten los algoritmos. Vivir digitalmente nos lo hará más difícil, pero hay que seguir buscando la forma de escapar de la caja de la que nos querría cautivos.
Ferran Falcó, miembro de la asociación Restarting Badalona